La relación de
acoso, podemos decir que se desarrolla en dos fases, una de seducción perversa
y la otra de violencia manifiesta. La primera, se instaura gradualmente durante
los primeros tiempos de la relación a través de un proceso de seducción. En
esta fase de “preparación” se desestabiliza a la víctima, que pierde
progresivamente confianza en sí misma. Primero hay que seducirla y luego,
lograr que se deje influir para, finalmente, dominarla, con los que se la priva de toda parcela de
libertad posible.
La seducción consiste en atraer irresistiblemente pero
también en corromper y sobornar. El seductor falsea la realidad y opera por sorpresa y
secretamente. Ataca de modo indirecto a fin de captar el deseo del otro, de ese
otro que lo admira y que le devuelve una buena imagen de sí mismo. La seducción
perversa utiliza el instinto protector del otro.
Consiste en hacer creer al
otro que es libre, aun cuando se trate de una acción insidiosa que priva de
libertad al que se somete a ella. Al anular las capacidades defensivas y el
sentido crítico de la víctima, se elimina toda posibilidad de que ésta se pueda
rebelar. Este es el caso de todas las situaciones en las que un individuo
ejerce una influencia exagerada y abusiva sobre otro, sin que este último se dé
cuenta de ello. El poder del seductor hace que la víctima se mantenga en la
relación de dominación de un modo dependiente, mostrando su consentimiento y su
adhesión.
Puede traer consigo amenazas veladas o intimidaciones. Este dominio,
con su componente destructivo, neutraliza el deseo del otro y anula toda su
especificidad. En cuanto se vuelve incapaz de reaccionar y queda literalmente
“anonadada” se convierte en una cómplice de lo que la oprime. No se trata de un
consentimiento por su parte, sino de que ha quedado codificada, se ha vuelto
incapaz de tener un pensamiento propio y solo puede pensar igual que su
agresor. Ahora bien, si la víctima es demasiado dócil, el juego no resulta
excitante. Tiene que ofrecer una resistencia suficiente para que al perverso le
apetezca prolongar la relación, pero la resistencia no puede ser tampoco
excesiva, porque entonces se sentiría amenazado. El perverso tiene que poder
controlar el juego.
Todas las
víctimas mencionan su dificultad para concentrase en algo cuando su perseguidor
está cerca. Este último, en cambio, se presenta al observador con aire de
perfecta inocencia. Las víctimas se sienten ahogadas y se quejan de no poder
hacer nada solas. Tienen la sensación de no disponer de espacio para pensar. Al
principio, obedecen para contentar a su compañero, o con una intensión
reparadora, porque adopta un aire desdichado (más adelante obedecen porque
tienen miedo). Este camino no conduce a ninguna parte, pues no hay manera de
colmar al perverso narcisista. Muy al contrario, la manifestación de una
búsqueda de amor y de reconocimiento desencadena su odio y su sadismo.
El agresor
mantiene a la víctima en tensión, en un estado de estrés permanente. En
general, los observadores externos no perciben el dominio, incluso pueden negar
determinadas evidencias. Se puede iniciar así un proceso de aislamiento. La
víctima ya ha sido acorralada en una posición defensiva, y esto la conduce a
comportarse de un modo que irrita a sus allegados. Estos comienzan a verla como
una persona desabrida, quejumbrosa y obsesiva. En cualquier caso ha perdido su
espontaneidad. La gente no termina de comprender qué ocurre, pero se ve
arrastrada a juzgar negativamente a la víctima.
Las agresiones son sutiles, no dejan un rastro
tangible y los testigos tienden a interpretarlas como simples aspectos de una
relación conflictiva o apasionada entre dos personas de carácter, cuando en
realidad, constituyen un intento violento, y a veces exitoso, de destrucción
moral e incluso física.
En la pareja, el
movimiento perverso se inicia cuando el movimiento afectivo empieza a faltar o
bien cuando existe una proximidad demasiado grande en la relación con el objeto
amado. Un individuo narcisista impone su
dominio para retener al otro pero también teme que el otro se le aproxime
demasiado y lo invada. Pretende por tanto,
mantener al otro en una relación de dependencia, o incluso de propiedad,
para demostrarse a sí mismo su omnipotencia. La víctima inmersa en la duda y la
culpabilidad, no puede reaccionar.
Este proceso
solo es posible gracias a la excesiva tolerancia de la persona agredida. Puede
deberse a beneficios inconscientes, esencialmente masoquistas, que la víctima
puede obtener de la relación. En la mayoría de los casos, el origen de la
tolerancia se halla en una lealtad familiar que consiste, por ejemplo, en
reproducir lo que uno de los padres ha vivido o aceptar el papel de persona
reparadora del narcisismo del otro, una especie de misión para lo que uno
debería sacrificarse.
La violencia
perversa aparece en los momentos de crisis cuando un individuo que tiene
defensas perversas no puede asumir la responsabilidad de una elección difícil.
Se trata de una violencia indirecta que
se ejerce esencialmente a través de una falta de respeto.
Por ejemplo, la
negativa a responsabilizarse de un fracaso conyugal se encuentra a menudo en el
origen de una basculación perversa. Un individuo que tiene un fuerte ideal de
pareja, mantiene relaciones aparentemente normales con su cónyuge hasta el día
que debe elegir entre esa relación y otra nueva. Cuánto más fuerte sea su ideal de pareja, más
fuerte será su violencia perversa. No puede aceptar esa responsabilidad. Su
cónyuge deberá cargar con ella completamente. Si el amor disminuye, considera
culpable a su pareja por una falta que ésta habría cometido y no se nombra.
La toma de
conciencia de la manipulación coloca a la víctima en un estado de angustia
terrible. Al no disponer de un
interlocutor, no se puede liberar del mismo. En este estadio, las víctimas,
además de ira, sienten vergüenza; vergüenza
por no haber sido amadas, por haber aceptado humillaciones, por haber
padecido.
Estos procesos
adoptan un modo particular de comunicación que se basa en las actitudes
paradójicas, las mentiras, el sarcasmo, la burla y el desprecio.